“Habiéndose
descrito mil veces, puede ser que no valga la pena demorarse más en esa ópera
sórdida y pestilente. Puede ser, incluso, que no sea útil ni pertinente
comparar la guerra a una ópera, y menos aún si no nos gusta la ópera y si, como
es, es grandiosa, enfática, excesiva, llena de esperas penosas que hacen mucho
ruido, y a menudo, a la larga, son bastante aburridas”, así justifica el genial
Jean Echenoz la escritura de una novela brevísima sobre la Gran Guerra, en
víspera de su terrible centenario. Y es que se ha abusado en literatura con la insistente
ficcionalización de la Primera Guerra Mundial, el caldo de cultivo de todos los
holocaustos del siglo XX, que ya hace cansino el trato de este tema en la
narrativa actual. Sin embargo, Echenoz confirma que es uno de los escritores
más dotados. En tan pocas páginas, es capaz de crear personajes entrañables y
situaciones que erizan la piel.
Para Echenoz
causa extrañeza cómo un puñado de personajes decimonónicos, con sus florituras,
creencias arcaicas acerca del combate tradicional, con sus bandas casi
bucólicas de guerra, fanfarrias propias de los salones de baile de Ana
Karenina, desciende al infierno del siglo XX y son recibidos por obuses, terrenos
minados y gases mortíferos. Son los mismos tipos que hemos visto aparecer en la
narrativa del siglo XIX, en Balzac, Flaubert, Víctor Hugo, Tolstoi y
Dostoievski, que cruzan el umbral del siglo en 1914, centuria que terminará
hasta 1989, en Berlín.
Estamos ante una
obra, sino cumbre, sí excepcional. Echenoz es capaz de una prosa encantadora y minuciosa,
detallista pero no densa. Es un maestro de los ritmos y dueño de una mirada
asombrosamente elegante y sutilísima en el uso de la ironía. En su novela narra
cómo Anthime, un contador de 23 años, en la provincia de Vendée, se alista para
combatir en una batalla que en Francia todos minimizan: durará 15 días y será
como una excursión vacacional. Como reservas inexpertos, se alistan también los
tres mejores amigos de Anthime y su hermano Charles, mientras que a la espera
de su regreso queda Blanche (novia de Charles), quien se encuentra encinta. Por
supuesto que la guerra no durará 15 días ni las trincheras serán un día de
campo.
Con este marco,
el narrador omnisciente se instalará hombro con hombro en los regimientos, como
una cámara que fríamente, sin descripciones emocionales, recogerá las
impresiones de los dantescos horrores de las batallas. Echenoz nos muestra cómo
la primera guerra del siglo XX fue la primera guerra tecnológica: dio a luz a
la aviación, a los gases letales, a las metralletas, a los cañones y minas. El
narrador, sin ningún empacho, recorre los campos repletos de cadáveres
putrefactos, de hombres mutilados en agonía, temerosos ante el combate, panoramas
del hambre y la sed, de las refriegas y los traumas. Con un final asombroso,
poético por su portento significativo, Echenoz es consciente de las
monstruosidades que la guerra provoca y cómo ha cambiado la faz de la
humanidad.
Libro altamente
recomendable que representa una de los imperdibles lecturas del 2013 (aunque la
versión vernácula es de octubre del 2012). Aunque lacónica, los detalles, el
fraseo, la eficacia descriptiva, sin adjetivos estorbosos o indicaciones
explícitas para dirigir las emociones, son admirables. Echenoz, sin problema alguno,
da cátedra de cómo la simplicidad narrativa comunica más que los regodeos
petulantes que ostentan ciertos escritores, más preocupados por frases
impresionables que por la calidad de sus historias.
Hugo Medina (23-dic-13)
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